Corrió hacia el tren porque su familia, a la que amaba, estaba allí, pero no había lugar para él…

Lo vi por primera vez sentado en un banco de la estación. Él yacía acurrucado como si quisiera desaparecer. Había algo más que anhelo en sus ojos: la mirada de un ser que ya había comprendido y aceptado todo. No miró a los transeúntes ni a las vías, sino a las vías por las que había partido el tren unas horas antes.

Yo tenía entonces sesenta y dos años. Un jubilado en la flor de la vida, como dicen hoy en día. Vivo en el pueblo, en una casa que una vez construyó mi padre. Una estufa vieja, un manzano fuera de la ventana, un jardín y una soledad completa desde que mi esposa se fue. Mi hijo vive en la ciudad con su familia y rara vez me visita. Mi tranquilidad es un huerto y una radio. Todo habría seguido así si el generador no se hubiera estropeado: sin luz el invernadero corría peligro y yo tenía que ir a la ciudad.

Tuve que esperar dos horas el tren de regreso. Compré una máquina de café y un panecillo –a veces me doy un capricho– y me senté en un banco. Entonces noté que alguien se escondía debajo del banco. Su cara roja estaba oculta entre sus patas, un ojo ligeramente abierto como si estuviera observando.

Oye, hombre, dije inesperadamente, incluso para mí mismo. – ¿Qué estás haciendo aquí?

No se movió, sólo su cola se movió débilmente. Lo miré más de cerca: un perro viejo, con la cara gris, las orejas rotas y el pelaje hecho jirones. Y esa mirada… como si todo estuviera perdido.

A su lado se sentaba una mujer, una empresaria con un teléfono y un vaso de café. Ella miró al perro con disgusto.

“Él es el que corrió detrás del tren”, dijo. – Estuve aquí esta mañana. La familia –marido, mujer e hijos– subió al tren. Y parece ser de ellos. No se lo llevaron con ellos. Corrió tras ellos ladrando y saltando. Y luego se lanzó directamente a las vías. El oficial de turno apenas tuvo tiempo de apartarlo.
-¿Está vivo? – pregunté sabiendo ya la respuesta.
– Apenas. Y luego se quedó aquí. Supongo que estaba esperando.

Ella se fue. Me quedé aquí. Él me miró. Había tanto dolor en esos ojos que no podía apartar la mirada. Ver la traición en la vida real es aterrador.

Me fui. No me atreví a tomarlo de inmediato. Pensé que tal vez alguien lo acogería o los dueños regresarían. Pero no dormí en toda la noche. Fumé en el porche, recordando su rostro, su mirada en la que ya no había confianza.

Regresó por la mañana. A pie, con traslados. Y él todavía estaba allí. En el mismo lugar, bajo el mismo banco.

Esta vez traje una manta vieja que estaba acumulando polvo en el cobertizo, agua, comida y un cuenco. Me senté a su lado. Él no se movió. Dejé el cuenco con cuidado; él lo olió y, sin poder creerlo, empezó a comer. Lentamente, como si esperara un truco.

– ¿Vendrás a mi? – pregunté en voz baja, sin esperanza.

Él simplemente se sentó a mi lado. Y se quedó.

Lo llamé Tiszka. No sé por qué. Simplemente me salió algo natural. A él no le importó. Como si aceptara el nombre. O tal vez sólo quería estar con alguien. Alguien.

Durante los primeros días él fue mi sombra. Me seguía a todas partes: a la casa, al jardín, al granero. Tan pronto como cerré la puerta, él se sentó en el umbral. Comía tranquilamente y dormía con cuidado, siempre con un oído pegado a la entrada. Por la mañana siempre salía a la puerta y miraba el camino.

Entonces empezó a aullar. No como el ladrido de los perros del patio, ronco y malicioso, sino como si estuviera hablando con alguien que está lejos. O gritó.

Una semana después lo llevé al veterinario. El examen duró demasiado tiempo y el médico meneó la cabeza.

– “Viejo”, dijo. – Diez años, si no más. Su corazón está débil y le duelen las articulaciones. Una vez se rompió la pata trasera y no se curó adecuadamente. Su cuello estaba aplastado por el collar apretado. Tuvo que vivir una vida sin amor.

– ¿Pero en casa?

-Por supuesto que lo era. Pero lo único que queda de sus dueños es su nombre.

Veo. Tales campeones, siempre y cuando el cachorro sea lindo, siempre y cuando los niños estén interesados. Entonces se vuelve aburrido, estorba, se vuelve viejo, se vuelve inútil. Como una cosa vieja.

Tishka y yo empezamos a vivir juntas. Poco a poco fue cobrando vida. Un mes después, ladró por primera vez: cuando llegó el cartero. Luego empezó a correr, aunque cojeaba. Me recibió en la puerta. Durmió junto a la estufa. Él comió con avidez. A veces simplemente ponía su cabeza en mi regazo y respiraba. Y le acaricié la espalda y pensé lo bien que estaba de vuelta.

Por las noches nos sentábamos delante de la casa. Yo – con té, él – a sus pies. El canto de los saltamontes, el olor de la hierba fresca, el silencio.

—Bueno, Tishka —dije—, ahora tú y yo tenemos una vida como la de un buen libro de cuentos. Sin aspavientos, pero con calidez.

Un día llegó mi hijo con su familia. Nietos, ruidosos, animados. Uno corrió hacia el perro:

-Abuelo, ¿quién es éste?

– Ella es Tishka. Mi amigo.

-¿De quién era él?

No dije nada Entonces respondí:

-No importa de quién fue. Lo más importante es que ahora es mío.

A veces, por la noche, Tiszka escucha el sonido de un tren lejano. Va hasta la puerta, se queda allí un largo rato y luego regresa. No hay dolor en sus ojos, pero sí la pregunta: “¿Qué pasaría si…?” Me siento a su lado y lo acaricio:

– “Eso es, hombre. Esta es tu casa. Nadie te va a abandonar. Estamos juntos.

Ha pasado un año. Es mayor, más lento y tiene problemas de audición. Pero él todavía me sigue, todavía está feliz, espera en la puerta cuando me despierto.

Y cada vez más a menudo pienso: quizá no es él quien me necesita, sino yo quien lo necesito. Porque con él en la casa hay aliento. Hay alguien ahí. Alguien simplemente es. Y eso es la felicidad.

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